Fragmentos de sus obras

Nada (Primera parte. Capítulo I)

Por dificultades en el último momento para adquirir billetes, llegué a Barcelona a medianoche, en un tren distinto del que había anunciado, y no me esperaba nadie.

Era la primera vez que viajaba sola, pero no estaba asustada; por el contrario, me parecía una aventura agradable y excitante aquella profunda libertad en la noche. La sangre, después del viaje largo y cansado, me empezaba a circular en las piernas entumecidas y con una sonrisa de asombro miraba la gran Estación de Francia y los grupos que estaban esperando el expreso y los que llegábamos con tres horas de retraso.

El olor especial, el gran rumor de la gente, las luces siempre tristes, tenían para mí un gran encanto, ya que envolvía todas mis impresiones en la maravilla de haber llegado por fin a una ciudad grande, adorada en mis sueños por desconocida.

Empecé a seguir –una gota entre la corriente- el rumbo de la masa humana que, cargada de maletas, se volcaba en la salida. Mi equipaje era un maletón muy pesado  -porque estaba casi lleno de libros- y lo llevaba yo misma con toda la fuerza de mi juventud y de mi ansiosa expectación.

Un aire marino, pesado y fresco, entró en mis pulmones con la primera sensación confusa de la ciudad: una masa de casas dormidas, de establecimientos cerrados, de faroles como centinelas borrachos de soledad. Una respiración grande, dificultosa, venía con el cuchicheo de la madrugada. Muy cerca, a mi espalda, enfrente de las callejuelas misteriosas que conducen al Borne, sobre mi corazón excitado, estaba el mar.

Debía parecer una figura extraña con mi aspecto risueño y mi viejo abrigo que, a impulsos de la brisa, me azotaba las piernas, defendiendo mi maleta, desconfiada de los obsequiosos “camàlics”.

Recuerdo que, en pocos minutos, me quedé sola en la gran acera, porque la gente corría a coger los escasos taxis o luchaba por arracimarse en el tranvía.

Uno de esos viejos coches de caballos que han vuelto a surgir después de la guerra se detuvo delante de mí y lo tomé sin titubear, causando la envidia de un señor que se lanzaba detrás de él desesperado, agitando el sombrero.

Corrí aquella noche, en el desvencijado vehículo, por anchas calles vacías y atravesé el corazón de la ciudad lleno de luz a toda hora, como yo quería que estuviese, en un viaje que me pareció corto y que para mí se cargaba de belleza.

El coche dio la vuelta a la plaza de la Universidad y recuerdo que el bello edificio me conmovió con un grave saludo de bienvenida.

Enfilamos la calle Aribau, donde vivían mis parientes, con sus plátanos llenos aquel octubre de espeso verdor y su silencio vívido de mil almas detrás de los balcones apagados. Las ruedas del coche levantaban una estela de ruido, que repercutía en mi cerebro. De improviso sentí crujir y balancearse todo el armatoste. Luego quedó inmóvil-

-Aquí es- dijo el cochero.

Levanté la cabeza hacia la casa frente a la cual estábamos. Filas de balcones se sucedían iguales con su hierro oscuro, guardando el secreto de las viviendas. Los miré y no pude adivinar cuáles serían aquellos a los que en adelante yo me asomaría. Con la mano un poco temblorosa di unas monedas al vigilante, y cuando él cerró el portal detrás de mí, con un gran temblor de hierros y cristales, comencé a subir muy despacio la escalera, cargada con mi maleta.

Todo empezaba a ser extraño en mi imaginación; los estrechos y desgastados escalones de mosaico, iluminados por la luz eléctrica, no tenían cabida en mi recuerdo.

Ante la puerta del piso me acometió un súbito temor de despertar a aquellas personas desconocidas que eran para mí, al fin y al cabo, mis parientes y estuve un rato titubeando antes de iniciar una tímida llamada a la que nadie contestó. Se empezaron a apretar los latidos de mi corazón y oprimí de nuevo el timbre. Oí una voz temblona:

“¡Ya va! ¡Ya va!”

Unos pies arrastrándose y unas manos torpes descorrieron cerrojos.

Luego, me pareció todo una pesadilla.

La isla y los demonios (Capítulo XIII)

El aire cálido y el mar lleno de luz plateada la llamaban. Se desnudó rápidamente en aquella profunda soledad de la arena con luna, y se metió en el agua.

El mar guardaba el calor del día y Marta jamás había nadado así, con tal delectación, entre aguas cálidas, llenas de luz. La vida le parecía irrealmente hermosa. Tendida sobre el mar, sintiendo flotar sus cabellos, empezó a reírse suavemente. Nunca nadie comprendería el encanto de esta aventura contándola con las limitadas palabras que tenemos para expresarnos. ¿Qué podría decir? “Así ha sido el más hermoso día de mi vida: no comí y me fui en un coche polvoriento a buscar a mi familia a un sitio donde no estaba. Encontré a una persona a quien quiero mucho que estuvo riñéndome de la manera más agria. Dormí en un cuarto horrible lleno de pulgas, y cuando no lo pude resistir más salí a bañarme al mar yo sola, desnuda, en la noche.”

Y, sin embargo, ésta era la felicidad. Profunda, plena, verdadera. Cada uno tiene una manera distinta de sentir la felicidad, y ella la sentía así.

Y tuvo un temor grande y supersticioso de que el destino le guardara algo muy malo para vengar esta alegría que ella había alcanzado quizás indebidamente. Le parecía que jamás había oído a nadie que una muchacha de su edad hubiera tenido tal plenitud de dicha como la que ella sentía entre las aguas del mar del Sur, esta noche, sin merecerla.

La mujer nueva (Segunda parte. Capítulo I)

Estaba sonriente, tranquila. Con todo aquello dentro o envuelta en todo aquello. Se vio a sí misma, dándose cuenta de que se pintaba los labios frente al espejo del lavabo, haciendo mil equilibrios con el traqueteo del tren. Sus ojos estaban profundamente serenos. Con una serenidad que no tenían hacía muchos años.

“¿Qué te pasa Paulina?”

Lo preguntó suavemente, a media voz, dirigiéndose a la imagen suya del espejo… pero, en verdad, materialmente, no le sucedía nada. Alrededor suyo no sucedía absolutamente nada.

De nuevo volvió a la ventana y la abrió. Entonces recibió en la cara el fresco aroma, el viento que la velocidad del tren producía, los chirridos de los pájaros, los fuertes colores de la tierra, que el sol caldeaba ya y que se confundían en el brillante amanecer.

El amor –notaba el alma de Paulina- , el amor es algo más allá de una pequeña pasión o de una grande, es más… Es lo que traspasa esa pasión, lo que queda en el alma de bueno, si algo queda, cuando el deseo, el dolor, el ansia han pasado. El amor se parece a la armonía del mundo, tan serena. A su inmensa belleza, que se nutre incluso con las muertes y las separaciones y la enfermedad y la pena… El amor es más que esta armonía; es lo que la sostiene… El amor recoge en sí todas las armonías, todas las bellezas, todas las aspiraciones, los sollozos, los gritos de júbilo… El amor dispone la inmensidad del Universo, la ordenación de leyes que son matemáticamente las mismas para las estrellas que para los átomos, esas leyes que, en penosos balbuceos, a veces, descubre el hombre.

El Amor es Dios –supo Paulina- ; Dios, esa inmensa hoguera de felicidad y bien, en la que nos encontramos, nos colmamos, a la que tendemos, a la que tenemos libertad para ir y vamos, si no nos atamos nosotros mismos piedras al cuello…

La Insolación. (Primer intermedio)

Oscuridad.  El aire es luminoso y tibio en el invierno alicantino, pero Martín ve en todas partes una oscuridad que le hiela los huesos. Hambre, hambre devoradora. Un hambre como nunca ha tenido Martín, ni siquiera en tiempos de guerra. El pan es amarillo y pesado, se rompe al caer al suelo. La abuela dice que no puede comer ese pan y guarda su ración para el nieto. Pan amarillo y boniatos asados. Verdura y pescado hervido porque el aceite escasea. Afortunadamente,  hay naranjas. El abuelo está flaco y también tiene hambre; mira con ojos envidiosos las raciones del nieto. Ejem, ejem. Jozú, Jozú, dice el abuelo con su pronunciación andaluza en las exclamaciones.

El padre de Martín manda un poco de dinero a primero de mes. El abuelo no entiende cómo con tanto dinero –la jubilación, la renta de las casas de la abuela en el pueblo y este dinero que manda Eugenio Soto- no viven como reyes. Por las mañanas el abuelo va al café y se sienta en una mesa al sol. Los camareros ya le conocen y no le dicen nada. Si alguno es nuevo y se acerca a preguntarle qué desea, el abuelo se enfada como en tiempos de guerra y dice que no quiere nada, con su voz de trueno. Martín va al instituto, de modo que no tiene que pasar malos ratos acompañando al abuelo a tomar el sol junto a la mesa del café, como en tiempos de guerra sucedió muchas veces. A Carlos y a Anita Corsi les hacía mucha gracia todo aquello del abuelo en tiempos de guerra. Les hacía gracia saber el trabajo que le costaba al abuelo callar en la calle para no comprometer a las monjas y a los sacerdotes que la abuela escondía en el piso, y como se vengaba diciéndoles a esas monjas y a los frailes que él, don Martín, era anticlerical y lo había sido siempre. Anita y Carlos Corsi se reían cuando Martín les contaba que el abuelo durante la guerra iba siempre con corbata y sombrero para que no creyeran que se disfrazaba, como hacían muchos. Su traje lo llevaba más cepillado y limpio que nunca, y decía a gritos todo lo que se le pasaba por la cabeza en contra de la situación si se encontraba a algún conocido por la calle, de modo que los conocidos le huían. Martín se está olvidando ya de cómo son las caras de Anita y de Carlos Corsi. Ahora el abuelo truena también en voz alta contra la situación nueva.

Al volver la esquina. (Ediciones Destino, S.A. Barcelona, 2004, pp. 73-74)

Apoyada en mi hombro, vuelve su cara hacia mí, y me sonríe un poco, y cuando correspondo a su sonrisa las lamparillas del miedo que se extravían en sus ojos se alejan hacia el fondo, desaparecen entre las pestañas entornadas. La mano se libera, Anita la emplea ahora en acariciar mis pómulos y luego me besa levemente en los labios y en las mejillas, recorre mis facciones besándolas así, y al mismo tiempo yo, casi sin darme cuenta, voy correspondiendo a sus besos de la misma manera, en un juego tierno que inconscientemente se vuelve sensual.

La ventana está entornada. Un filo de claridad que viene del jardín hierve cortando la penumbra. Zumba un moscardón primerizo y extraviado en el sol. Siento que el sol debe de quemar la tierra en el jardín cercano y en las lejanas playas, en lugares donde se olvida el insidioso olor a los anestésicos de los quirófanos. Hay una comunicación consoladora en este roce de los labios que repetimos incansables, como sonámbulos, como niños que ensayan un lenguaje con los ojos y los oídos cerrados, y sustituyen las palabras por este tanteo de nuestra boca en las facciones que, de momento en momento, sentimos más nuestras. Nos decimos todo lo que no nos hemos dicho nunca con palabras, nos pedimos perdón por nuestras torpezas, por el olvido del uno al otro en que hemos caído durante tantos años, perdón por no ser niños ya y, sin embargo, tener que buscarnos como niños perdidos; tener que empezar a comprender que somos el uno del otro sin remedio, que lo hemos sido siempre y que no quisimos ni sospecharlo. Nos decimos la soledad, la bárbara mutilación que hemos hecho separando cuerpo y alma en nuestras vidas por ese pecado de no haber sabido que teníamos que encontrarnos enteramente, ardiendo el espíritu en esta atracción que con nadie nunca hemos podido tener completa. Con nadie nunca ha sido ni podrá ser esta verdad que nos quita poco a poco el pensamiento confuso de esa pena de no haber comprendido antes de ser este hombre y esta mujer que ya somos ahora, que vamos sintiendo que somos, Hechos para la fusión de la amistad en la vida que recibimos uno del otro, para el abrazo, para ese beso en el que al fin de entreabren los labios de Anita para recibir mi boca. Nos estamos besando al fin en un olvido total. Boca a boca, vida a vida, juventud con juventud.

Y bruscamente, me despierto. Es como si la ventana se hubiese abierto de repente al invierno y hubiera dejado pasar una racha de ventisca y granizo. Es peor. Me sobresalto, me enderezo con tal brusquedad, que las espaldas de Anita tropiezan con el sofá. Una monja alta de cara severa y una enfermera de la que solo recuerdo las gafas, han entrado en la habitación. Están mirándonos a dos pasos de nosotros. Anita frunce las cejas y su furia la hace recuperarse cuando aún estoy yo aturdido. La enfermera de las gafas se esfuma por donde ha venido, tan rápidamente que casi parece que haya sido su fantasma quien ha aparecido y desaparecido en un relámpago. La monja está como clavada en el suelo y no contesta a la pregunta que le hace Anita de si desea algo. Vuelve la cara con desprecio y sigue adelante, hacia la habitación ya preparada para el enfermo. Allí la oímos andar durante medio minuto con pasos fuertes. Vuelve a pasar delante de nosotros lanzándonos una última mirada fulminadora. Y se va.

La habitación sigue en penumbra. El filo de luz arde. Anita se levanta y abre la ventana de par en par. Si su corazón ha batido como el mío no se nota. Veo su figura recortada en la mañana que resplandece y sigo sus movimientos. Ha recogido el bolso abandonado en el suelo y saca la polvera y un espejo. Mientras se empolva la nariz, comenta que estamos en un sanatorio peligroso. La gente abre las puertas sin llamar. Mi sangre late desquiciada mientras la escucho. Su voz, un poco temblorosa, la traiciona también. Pero solo un momento. Ya solo queda en ella irritación.